Publicado en Wadi As el 14 de septiembre de 2007.
La conocí ayer. Fue en el baño de un pub de barrio. Hacía mucho calor. El humo se podía cortar con un cuchillo. Había mucha gente. En las butacas, en la pista, en la barra. Había bebido mucho. Mucho baile, mucha hambre, mucho hombre. Tenía que ir al baño. Y allí estaba ella. Tenía el rimel corrido, la falda, de estampados imposibles, un tanto descolocada, la blusa, azul y muy ceñida, empapada en sudor. “No está mal, ¿eh?”, me dijo y desplegó en un santiamén un kit de maquillaje que increíblemente guardaba en un minúsculo bolso. “Decía que no está nada mal el chico al que te arrimabas ahí fuera”, insistía sonriéndome a la vez, quizás buscando complicidad. Estábamos ella y yo, solas, frente a frente. Pero, claro, tuve que echarme agua una y otra vez por las muñecas, por la nuca, en la cara, para poder expresarme con cierta claridad.
Pensé entonces que quizás se refería al chico de la chaqueta americana y vaqueros claros que al principio de la noche empezó discutiéndome si antes fue el huevo o la gallina, siguió invitándome a una copa -¿o habían sido dos?, ¿o tres?- y con el que hacía unos minutos intentaba dar unos pasos de cha-cha-chá sin pisarle los zapatos.“¿El de la americana de la barra?”, solté al fin. Asintió, mientras se pintaba los labios. “¿Es tu ligue?”, siguió en su interrogatorio sin tregua. Me encogí de brazos. “O sea, que es sólo un colega de barra”, concluyó ante mi parca respuesta. “Pues me gusta”, continuó, “y le voy a invitar a subir a casa, no te importa, ¿no?”. Ya iba por la sombra de ojos y el rimel. “Qué te pasa, chica, ¿no me dices nada?, ¿te lo voy a levantar y no me tiras el tacón a la cara?”.
¿Qué podía hacer yo? Aquel chico no me pertenecía. Me lo encontré allí, en el pub, empezamos a hablar y ya está. No pasó nada. Igual que siempre nunca pasó nada. Será por rutina, por pereza, por poca práctica. El caso es que mi diversión en una noche de marcha siempre acaba cuando el alcohol tiene más fuerza que el calentón de un ligue. Y esa noche estaba a punto de cerrar episodio. “Piensas que no seré capaz, ¿verdad? Es eso, pero estás muy equivocada, le voy a invitar a subir a casa”, recalcó la que entonces se atusaba y se recolocaba la camisa y la falda, sin que lograra provocarme lo más mínimo. La chica llevaba mi blusa, mi falta, mi bolso. Tenía mis manos y mi pelo y mi pecho y mi boca y mis ojos y mi mismo cuerpo. ¡Pero era tan distinta a mí! Ella, la chica del espejo, la de los grandes planes, aquella tan decidida aguardaba allí, delante mía, a que yo dijera algo. Pero yo sólo podía pensar en echarme a dormir y olvidar. No le respondí. La dejé allí, supongo. Conmigo, desde luego, no salió del baño… como era de esperar.
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