Publicado en Wadi As el 24 de agosto de 2007.
¿Qué pasa cuando ves a la misma persona, con igual pose, con idéntica vestimenta, en diferentes momentos de tu vida? Pues que te llama poderosamente la atención, que pica tu curiosidad, que la fijas como anécdota que contar a los amigos. ¿Pero qué ocurre cuando, además, esos encuentros frecuentes se producen siempre antes de atravesar una situación complicada, dura, difícil? Pues que empieza a parecerte desconcertante, demasiado raro para ser real. Envuelta en este halo de misterio permanece la niña de azul. La niña de azul no es demasiado alta. Levantará metro y poco del suelo, si bien la fuente que recoge buena parte de su oscura melena rizada hace que su altura parezca mayor. La niña viste un vestidito de cuello marinero y manga corta teñido en azul clarito. Calza zapatitos blancos, a juego con sus calcetines cortos -quizás rematados por un encaje- y con el lazo que marca su cinturita, blancura que resalta por el color dorado de su piel morena. Cuando la veo, siempre lleva algo en la mano. Creo que es una flor, ¿o es un pequeño libro?, ¿o tal vez un bloc?, ¿o un abanico?, no sé, pero siempre es algo blanco.
Su imagen suele aparecer reflejada en el cristal de un escaparate, en el retrovisor del coche, hasta en el espejo de mi casa. A veces incluso me ha parecido verla caminar por las aceras mientras yo viajaba en un bus urbano, o entre otros niños más a punto de entrar al colegio, o de la mano de alguien en esos días de calles llenas. Pero sea de la manera que sea, cuando nuestras miradas se cruzan, ella se para, me mira y me sonríe, y entonces deja entrever que su boca empieza a mellarse, y entonces sus ojillos, pequeños y oscuros, comienzan a brillar como la punta de un diamante. Me sonríe y se contonea levemente, meciéndose sobre una de sus piernas, anclada al suelo. Y, de repente, cuando quiero reaccionar, cuando incluso quiero acercarme a ella, en un instante, se me pierde de la vista, se esfuma, sin más. Y siempre, desde hace ya unos cuantos años, no menos de diez, la encuentro –o me encuentra- horas, minutos, segundos antes de que se desencadene una pequeña o gran tormenta sobre cualquier ámbito de mi vida. ¿Que si le tengo miedo? He de reconocer que al principio sí que temía la presencia de la niña de azul. Su aparición, inexorablemente ligada al desenlace inminente de un episodio no precisamente agradable, me empezó a causar cierta desazón y no menos aversión supersticiosa. Pero su aire, que me resulta muy, pero que muy familiar, y la candidez de su figura me llevaron a descartar cualquier malignidad en su existencia. La niña de azul es como ese plus de energía necesario para afrontar un sobreesfuerzo, esa recarga extra de combustible para emprender un tramo duro del camino, esa luz potente precisa para avanzar en la noche oscura. Es mi faro, mi aliento, mi ánimo, mi vigía.
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