La miseria adquiere muchas formas. La primera que nos viene a la mente es la del pobre harapiento sin nada que echarse a la boca. Pero, si nos distanciamos de este cliché, advertimos una diversidad de manifestaciones de la miseria, que, por cierto, no tiene por qué ser material. De hecho, la miseria moral es más destructiva, tanto para el que la padece como para quienes rodean al que la padece. De esta dimensión de la miseria que trasciende la carencia económica, que encalla en la ausencia completa de escrúpulos y en la incapacidad para empatizar, hoy hemos conocido un caso paradigmático. La Guardia Civil ha detenido a cuatro niños “bien” que robaban casas para “tener nuevas sensaciones”. Dicen que les daba el subidón (les daba yo de tortas…) trazar el plan de asalto y ejecutarlo por las noches, entrando en las viviendas mientras sus inquilinos dormían. Aquí no nos vale ni el deterioro económico (proceden de familias de alto poder adquisitivo) ni la desestructuración familiar ni tampoco la desesperación que invade a quien llega a un país desconocido donde no tiene oficio ni beneficio (son los cuatro de nacionalidad española) para intentar explicar qué demonios ha llevado a estos jóvenes pijos con todas las posibilidades de prosperar honestamente en la vida, a cometer tales acciones delictivas. ¿Cómo se entiende esto si no es por la corrupción moral que los ha guiado hasta perpetrar 28 robos con fuerza?
Me ha recordado este caso al de la indigente del cajero que fue apaleada hasta la muerte por jóvenes que argumentaron haberlo hecho “por placer” y, salvando las distancias, también me he acordado del planteamiento de la “violencia como diversión” que sustenta la trama de La Naranja Mecánica. Creo que hay que echar el freno y pararse a pensar qué sociedad estamos construyendo, capaz de parir criaturas como éstas.
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