Publicado en Wadi As Información en el cuadernillo especial cultural editado en 2014
Viajo a tiempos en los que una de las pocas diversiones y distracciones que había al cabo del año era la feria, además, claro está, de las fiestas de los barrios, de las convidás por el santo de parientes y vecinos, de las merendolas en alameas y pinares cercanos, de Nochebuena y pare usted de contar. Eran tiempos en los que rara era la casa en la que había una niña y su madre o su abuela no le cosieran un vestido de gitana. Tiempos en los que se iba a la feria en familia y cada cual vistiendo sus mejores galas; había quienes incluso aguardaban a la puerta del ferial pa’ver entrar a la gente. Según me dicen, las mujeres lucían especialmente elegantes: de traje largo, con echarpes bordaos, estolas de encaje, zapatos de tacón.
Me refiero a tiempos en los que lo que hoy se conoce como “la zona del papeo” del ferial se ponía en el parque, que además acogía la caseta municipal. La feria “feria” era la de ganado y ésta se extendía a lo largo del cauce del río que atraviesa Guadix. Era el motor, la auténtica razón de ser de la feria de recreo, lo que resulta evidente dada la condición de Guadix de ciudad cabeza de una comarca vinculada al trabajo del campo. Años atrás, los animales eran imprescindibles para desarrollar labores agrícolas y, por supuesto, en la ganadería, y muchos también por servir para el transporte de carga. Allí mismo, en el cauce seco del río convertido durante esos días en recinto para el mercadeo, se montaban barras, a las que se arrimaban marchantes, tratantes y compradores en potencia pa’empinarse algún aguardiente, algún licor, pues entre trato y trato hacía falta echarse algo a la boca y mojar el gaznate, sequito de tanto cascar.
Entonces, el vendedor desmenuzaba pormenorizadamente las cualidades del animal que ofrecía con tanto esmero y tan al detalle como los pregoneros repasan su vínculo con Guadix en sus discursos inaugurales de feria. Entonces, la emoción estaba en el tira y afloja durante la negociación del precio de las bestias, y no tanto en las cosquillillas en el estómago que se forman yendo en la barca vikinga o la expectación ante los cartones del bingo. Pa’verborrea, la que tenía que emplear el vendedor cuando el comprador empezaba a dudar, y no la que gasta el jaleador de la tómbola. Pa’estampa, la de los negociantes y la del público que reunían alrededor, y no las escenas caricaturizadas en las carocas. Seguro que pa’más de un tratante, más de uno de los que se acercaban a ojear el género, les parecerían tan duros de mollera como rígidas son las caretas de los cabezudos y los gigantes de la pública de las fiestas. Entonces, en aquellas ferias, cerrar el trato era la traca fin de fiestas para el marchante, y de alguna manera también para el que se había hecho con el tipo de pieza que tenía justo en mente y por el precio más o menos barruntado.
En aquellos tiempos, a la entrada del parque había un caballo de cartón con pelo al viento al que se subían las niñas pa’hacerse “la foto de la feria”. También había una moto, motivo preferido por los niños, aunque tanto monta. Tiempos en los que los conciertos de la caseta municipal marcaban la referencia, pues era visitada por cantantes de rabiosa actualidad y por asistentes que la abarrotaban. Tiempos en los que en el antiguo cine-teatro Acci había espectáculos de revista y varietés y actuaciones de folclóricos de renombre. Tiempos de certamen de “reina y damas”. Tiempos de “barquillas”, “aviones”, “látigo”. Tiempos de bodegones, destinados a acoger la ingesta de los inigualables churros-tejeringos accitanos y el trago del café de cebá y el chocolate, además de anisetes y licores. Entonces se instalaban donde ahora está el parque infantil. Una estructura de palos sustentaba sábanas de lienzo moreno. La decoración en todos ellos rezumaba tipismo por los cuatro costados. De las “paredes” de tela, “se pillaban” macetillas, picos bordaos, braseros y perolas de cobre, jarrones de cobre colorao con claveles. La marca del barrio del que fuera el churrero se dejaba ver tanto en el hecho de que muchos enseres y más de una de las mesas-camilla donde se servían los churros eran de vecinos suyos, como por el cuadro religioso que hubiese colgado, y que solía corresponder con la imagen titular de su parroquia o con algún santico que mereciera devoción en la iglesia del barrio. Porque no lo he dicho, pero por lo dicho queda claro que los bodegones los ponían churreros de Guadix.
No eran tiempos de caseteo de salao. Como mucho, antes de los bodegones, o en sustitución de ellos, la gente se compraba en puestecillos ambulantes cartuchos de papafritas en papel de estraza que cada cual salaba al gusto echando mano de un salero grande como un vaso, garrapiñadas, cocos, turrones, paquetillos de chufas, algodón de dulce, chucherías que perviven hoy día, aunque sin el éxito de antaño. No eran tiempos de pandillas de amigos. Se iba al ferial en familia. En familia también se iba al circo. Por entonces a las ferias accitanas acudían circos de empaque. Por Guadix pasaron el famoso domador Ángel Cristo y la trapecista Pinito del Oro, renombradas figuras del circo patrio. Muy celebrada entre críos y mayores era la ronda promocional de los circenses. Días antes de las funciones, recorría las calles de Guadix una furgoneta que tiraba de una jaula en la que había algún tigre, algún león, alguna fiera que más que miedo daba lástima, porque no era extraño que no se les marcase el espinazo. Aún así, el circo era una de las actividades de la feria de mayor acogida popular. Además del espectáculo en sí, los circos contaban con las rifas como gran aliciente. Los lotes de cacerolas de porcelana roja estaban entre los premios que más cundían en los hogares.
¿Que por qué hablo de estos tiempos? Porque me parece que aquellas ferias de Guadix tenían mucho de Guadix. Basta echar un vistazo a lo que nosotros, hoy, solemos hacer en la feria, a lo que nos encontramos en el ferial, y probemos a enumerar qué de estas cosas y hábitos podemos ver/seguir en la feria de cualquier otro sitio. En realidad, muchas, prácticamente, todas.
Nos dejamos llevar por la rutina de feria. Hay que cumplir y punto. Versión “padres con niños chicos”: que si montar al crío en los caballicos, tomarse un pinchito o similar y lo poco más que encarte. Versión juvenil: empaparse en las casetas del agua a mediodía, subirse a los coches de choque y a algún cacharro más y cerrar las carpas de discoteca al amanecer.
Me da la sensación de que el entusiasmo con el que quienes vivieron aquellas ferias de los 50 y 60 las recuerdan, se ha perdido con nuestras generaciones. Ya no apreciamos el valor del teatro, funciones que en los años 70 y 80 concentraban a muchísimos accitanos/as, tantos que se colgaba el “no hay billetes”, y que eran interpretadas por compañías de primerísima categoría. Ya no le vemos la novedad a lo de trasnochar un poco, a lo de arreglarse, a lo de comer comidas no usuales. Es lo que pasa cuando se tiene acceso a todo, que se le pierde gracia al asunto. Cuando lo de pisar el ferial era algo reservado para una, dos noches a lo sumo, y lo que allí se hacía era algo tan sacado de lo común, se entiende aquella ilusión de niños y grandes por la feria.
No se trata de renunciar a los gustos, a los hábitos, a las maneras recientes de festejar las cosas. Los tiempos cambian y, con ello, las costumbres. Ya no es el mismo el vínculo que une a los miembros de una familia. Han surgido nuevos compromisos sociales, que si con compañeros de trabajo o del sector, que si con los amigos, que si con los de la asociación. El campo se ha modernizado y, con ello, el peso de las bestias en la agricultura ha mermado considerablemente, por lo que las ferias de ganado que, en general, actualmente se celebran, no tienen la misma importancia de antaño. Ni de lejos. Tenemos hecho el paladar al rebujito, al fino y otros espirituosos distintos a los de entonces.
Pero siempre quedará la duda de si en la cacareada apatía de los jóvenes por las tradiciones, nosotros no tengamos parte de culpa, de no haber sabido transmitir el ánimo y las ganas de aquellos antepasados nuestros.
No se trata de inventarse nada, sino de poner oído a lo que cuentan que se hacía y ver qué de aquello tiene aún encaje, y seguro que se encuentra más de una cosa que mantener y/o recuperar. Hagamos de nuestra feria la feria de Guadix, no una feria imitación de otras tantas en la que, por consiguiente, se estandarice la oferta de ocio y disfrute y se pierda, por ende, el interés al ser “una más de tantas”. Hagamos entre todos para Guadix una feria “made-in-Guadix”, hecha a medida de Guadix y de los accitanos. Demos con la manera de sentirnos implicados, y no porque nos toque echar horas en la caseta de la hermandad, porque tengamos algún pariente en éste o aquel conjunto musical, porque el nieto o el sobrino participe en alguna de las competiciones deportivas. Las obligaciones no casan con el desenfado que mueve el espíritu fiestero. Hagamos, con nuestra presencia y asistencia, que siga mereciendo la pena que se organicen conciertos, representaciones teatrales, actividades infantiles, exposiciones en enclaves de nuestro casco histórico. Pongamos en valor los magníficos carteles que anuncian la feria. Visitemos/animémonos a hacer carocas, esencia del humor accitano, irónico, tragicómico, “typical guadicensis”. Acompañemos al Cascamorras -¿qué hay más de Guadix que el Cascamorras?- en su tradicional despedida en el puente, rumbo a Baza. Éstas, entre otras cosicas, son todas mu de Guadix y deben ser mantenidas y transmitidas pa’que sintamos la feria de Guadix verdaderamente como nuestra feria y no como algo raro, ajeno a nosotros, que encima nos lleva a gastar, a malcomer y peor dormir. Acuñar ferias “made-in-Guadix” es posible. Está en nuestras manos.
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