Aunque ya han pasado más de dos años desde mi segundo parto, aún mi cuerpo y mi mente se están adaptando a la nueva situación. Si, por un lado, engrandece comprobar en carne propia la capacidad de la mujer para dar vida, por otro te sientes chiquitica ante los mil y un retos que plantea criar y educar a los hijos, que vienen sin manual de instrucciones.
No es fácil, asimismo, aceptar que algo que estuvo dentro de una, al que físicamente se le dio tanto, tras nueve meses inicie su camino por su cuenta, con apoyos al principio, claro, pero ya al margen de ti. De hecho, hay madres que no lo logran asumir nunca.
Me hallo, pues, en la fase de asimilar cambios que la maternidad ha desencadenado en las distintas dimensiones que me definen. Ahora siento que soy más incisiva, peleo con más garra, discuto con menos reparos, dejo la vergüenza encerrada bajo llave sin problema alguno, en particular cuando se trata de hacer algo en beneficio de mis hijos. Tener que dar la cara por ellos me ha endurecido la piel. He hecho callo. Pero, por otra parte, ese instinto de supervivencia, muy animal, muy visceral, muy auténtico, que se convierte en tu espada y tu escudo cuando te haces madre, que te ayuda a salir airosa de atolladeros complicadísimos, por la misma razón de deber detectar la amenaza venga de donde venga, te obliga a afilar los sentidos y a mejorar tu facultad de interpretar lo que acontece: a ser más sensible, sensitiva, intuitiva. Parece contradictorio ser más dura, resistente y persistente y, a la vez, más perceptiva y receptiva, pero en realidad son habilidades complementarias. Lo noto en mí, pero identifico similares cualidades en madres de mí muy diferentes, con las que, sin embargo, comparto tan intensa vivencia, hasta el punto de que entiendo lo que dicen sin mediar con ellas palabra alguna. No hace falta que me expliquen con pelos y señales cuán fuerte retumba en sus adentros la onda expansiva que ha provocado este o aquel percance que incumba a su hijo. Esta complicidad que me une veladamente a mujeres que madres son, da igual de dónde provengan, el idioma que hablen o cuáles sean sus inquietudes, es algo difícil de explicar para quien no lo es, pero existe, y me he percatado de que mantener ejercitada esta capacidad para contar cosas sin abrir la boca, sin mandar un tuit, lima un talento imprescindible en nuestros días, como es ponerse en el lugar del otro.
Ahora también veo distinta a María, nuestra María, la Virgen María, madre de Dios, madre nuestra.
De la Virgen de las Angustias, nuestra patrona, tengo en casa estampas de tamaños diferentes, en primer plano y plano medio, algún que otro póster y fotos que amigos y familiares me envían cuando van a rezar a su basílica y, por supuesto, cuando Guadix entero se echa a la calle para acompañarla en el rosario de la aurora, en la semana de cultos en la Catedral, en la procesión por los barrios accitanos. No obstante, ahora, cuando las miro, en vez de soliviantar la nostalgia por mi condición de expatriada, encienden esa conexión entre madres a la que antes me he referido, de forma que en la bella escultura en la que Castillo Lastrucci representa a María con Jesús muerto en sus brazos, veo la angustia de la madre de cuya hija han abusado, o la de esa cuyo hijo de apenas 10 años han secuestrado para instruirlo como soldado, o la de esa otra que padece, como si se lo hicieran a ella, el acoso en redes sociales que su hijo, su hija recibe por tener una ideología, una creencia, unos gustos o una orientación sexual determinada, o la de la que afronta un día a día cuesta arriba por las necesidades especiales de su hija, su hijo, o la de aquella a cuyos hijos solo puede legarles una casa en escombros en un país en guerra, una larga travesía y un futuro incierto. Miro y veo en la Virgen de las Angustias la angustia de las madres que sobreviven a sus hijos, o que los tienen, pero perdidos en el laberinto de las adicciones o que saben que viven en algún lugar, pero sin la menor intención de tratar con ellas… la miro y veo en ella su angustia y la angustia de otras madres en tantas otras situaciones, cuyo desgarro puedo llegar a imaginarme con tan solo intercambiar una mirada.
Pero esta angustia, irremediablemente amplificada cuando media una relación carnal entre madre e hijo, no es lo único que es capaz de generar tan estrecho vínculo. Hablaba yo antes de la hermosa fortaleza que trae aparejada la maternidad y Castillo Lastrucci supo captar esto y expresarlo a la perfección en la imagen de nuestra patrona: más que una mujer, es una roca, la roca donde descansa su hijo muerto. Fuerte, firme. Las flaquezas no caben cuando cuerpo y alma, instinto y voluntad cimientan el amor de una madre por su hijo. Y de un hijo hacia su madre, para quien es la fuente de la que bebe, el motor que le impulsa, la mano que le levanta, la voz que le alienta en horas bajas, la vela que le ilumina en noches cerradas, quien le espera sin desesperarse, quien simplemente está, quien siempre está.
De lo sentido y vivido relacionado con la Virgen de las Angustias guardo recuerdos que recupero con gusto y cariño: que si el madrugón dominguero para el desfile, deliciosamente desordenado, del traslado orado de la imagen desde su templo hasta la Catedral, que si el órgano marcando con brío las notas de arranque del himno de la patrona o el murmullo hipnotizante de las letanías, que si, ya en la procesión, esas larguísimas filas de fieles, devoción que también se traduce en un cueterío que no conoce fin, en petalás, cánticos rocieros y canciones de tuna, en piropos, aplausos y lágrimas.
Pero no soy la misma y todo lo nuevo que viene y venga pasa y pasará, de manera inevitable, por el filtro de estos sentidos míos transformados por la maternidad. Así, ahora miro a la Virgen de las Angustias y veo a María, madre en la inmensa profundidad de la palabra.
Texto publicado en la revista editada por la Archicofradía de Nuestra Señora la Virgen de las Angustias de Guadix (2017)