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Aquí arriba las palabras no sirven. Se las lleva el viento, que quiere llevarme a mí también y me bandea, a ver si cedo, desde poniente, desde levante. Levanta mi blusa, enreda mi pelo, me ataca por todos los frentes.

Me rindo. ¿Qué, si no, puedo hacer ante esto que es brisa allí abajo, pero que aquí, entre campanas, bien tiene hoy ganado el nombre de “airazo” que Guadix le presta cuando sopla con este empeño?

Mi vista echa a volar sobre los cerros, los tejados, la sierra, la vega, que le hablan de tú a tú a la torre donde estoy, lenguaje que tal vez las aves alcancen a entender, con la venia, ¡claro!, de las corrientes que entran y salen del campanario, que llenan y envuelven las campanas y a mí, aquí pluma, aquí polvo, aquí sin palabras.

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Si febrero fuera una moneda, por un lado tendría acuñado “amor” y, por el otro, Andalucía. La onomástica de San Valentín y el día de la región comparten algo más que hoja de calendario y para mí son cara y cruz, cruz y cara de una misma realidad.

Hay diferentes maneras de amar, pero resulta complicado hablar de amor sin que lleve aparejados la generosidad y el desprendimiento. La cara del amor es el gozo de vivirlo. La cruz, aceptar sus cláusulas, algunas difíciles de asumir, como esta de dar sin esperar nada a cambio o esa otra de practicarlo desterrando miedos siempre dispuestos a convertirlo en lo que no es.

También uno tiene distintos modos de sentirse unido al lugar donde vino al mundo (desde quien hace ostentación del desafecto, pasando por aquel para quien es un hecho irrelevante, hasta el que considera el vínculo como parte de su esencia), pero solo uno de hablar de amor a la tierra y es que lleve aparejadas las condiciones que hacen del amor el sentimiento que es, como quererla con generosidad y desprendimiento.

Llevo un par de décadas sin residir de continuo en Guadix, donde me crie. Hoy día más de 3.000 kilómetros me separan de aquel rincón hermoso de Andalucía donde tengo amigos, hermanos, padres. Sin embargo, hay cosicas en mi forma de mirar, de escuchar, en mi idea de la luz, de las sombras, del color, del calor, en cómo hablo y me muevo al hacerlo, que reconozco en otros que habitan bajo aquel sol, mismas que me permiten no sentirme bicho raro cuando voy de visita. Son cara, algunas; otras, cruz, pero todas, mi presente y ¡bien a gusto que convivo con ellas!, tanto que defiendo esta unión mía a la tierra y correspondo al vínculo escribiendo con frecuencia sobre su paisaje y paisanaje, a veces sobre su cara, otras sobre su cruz, pero procurando siempre poner en valor sus costumbres genuinas, sus personajes pintorescos, sus modismos y expresiones peculiares. Estas singularidades se suman a las otras muchas que hacen de Andalucía una apabullante obra polifónica que se ha ido componiendo a lo largo de sus muchos siglos de historia. Normal que toque la fibra sensible de quien sea llegado de donde quiera; en algo de lo mucho que engloba tiene que verse ¡irremediablemente! Esta Andalucía inmensa, inabarcable en un tuit, un mitin, un programa de televisión es la que siento en mí y a la que aporto desde mi condición de accitana practicante y desde la convicción de que, cuanto más la amo, menos me pertenece. Andalucía y amor, amor y Andalucía, esa moneda que me da febrero.

En la misma medida en la que me pierde seguir el rastro de lo auténtico, declino tomarlo como factor que sirva para excluir y rechazar. Abundan estos días, suele ocurrir, lecciones sobre el “buen andaluz”, como si el sentir fuera homogéneo o como si entusiasmarse con cualquiera de sus diversas facetas, dimensiones, manifestaciones fuera una facultad exclusiva de y para los allí nacidos. Se creen quienes las pregonan que están haciendo un gran favor a “su” tierra, pero más bien la empequeñecen.

Me dijo en cierta ocasión uno de mis alumnos que la erre española suena como cuando rasga las cuerdas de su guitarra. Concentró en su boca toda la fuerza que pudo reunir para pronunciar con la contundencia necesaria la doble erre de “guitarra”, queriendo emular el rasguido con su voz. Ducho en el violín y con conocimientos de italiano, ha cambiado de instrumento y de idioma de aprendizaje tras su paso por Málaga, provincia que ha visitado varias veces. Málaga, es evidente, ha pasado a través de él. Nunca antes nadie de allí bajos me había hecho un comentario tan finamente hilado como este, venido de un alemán recién iniciado en la técnica flamenca, al que le ha bastado oír bien para poner palabras a sus sensaciones. Nada nos pertenece, mucho menos el terruño en el que nos parieron. Cualquiera de donde sea con los sentidos afilados y el corazón abierto a lo que la tierra ofrezca, puede encontrar en ella ese puerto en el que echar el ancla. Claro que cuando se ama la tierra en la que se nace, la gracia es completa y las gracias, nunca totalmente dadas ni la relación suficientemente correspondida.

 

Amor y Andalucía, Andalucía y amor

Los fantasmas del pasado, presente y futuro se pasearon por la séptima Nochebuena del que se definió como poeta -fue mucho más- en el escrito que vuelve, un año tras otro, a ocupar un ratito de mi tiempo por estas fechas.

Pesebre de Guadix

Pedro Antonio de Alarcón, que fue cronista, político y escritor y al que parió mi mismo pueblo, viaja al pasado, vagabundea por el presente y se asoma al futuro de la mano de dos villancicos populares, a los que se refiere como «coplas», y toma una estrofa de «La marimorena» y otra de «Dime niño de quién eres». En concreto, fue parte de este tema la que le «heló el corazón»: «La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos, y no volveremos más». Y fue que el sentimiento de melancolía pasó a impregnar cada línea de este escrito tierno, duro, hermoso, sincero, profundo, valiente, intenso… imprescindible. «La Nochebuena del poeta», se llama, y rescato este párrafo que resume el tránsito del autor por las Navidades de su alma.

 

Y era que se habían desplegado súbitamente ante mis ojos todos los horizontes melancólicos de la vida.

Fue aquel un rapto de intuición impropia de mi edad; fue milagroso presentimiento; fue un anuncio de los inefables tedios de la poesía; fue mi primera inspiración… Ello es que vi con una lucidez maravillosa el fatal destino de las tres generaciones allí juntas y que constituían mi familia. Ello es que mis abuelas, mis padres y mis hermanos me parecieron un ejército en marcha, cuya vanguardia entraba ya en la tumba, mientras que la retaguardia no había acabado de salir de la cuna. ¡Y aquellas tres generaciones componían un siglo! ¡Y todos los siglos habrían sido iguales! ¡Y el nuestro desaparecería como los otros, y como todos los que vinieran después!…

 

Madre

Aunque ya han pasado más de dos años desde mi segundo parto, aún mi cuerpo y mi mente se están adaptando a la nueva situación. Si, por un lado, engrandece comprobar en carne propia la capacidad de la mujer para dar vida, por otro te sientes chiquitica ante los mil y un retos que plantea criar y educar a los hijos, que vienen sin manual de instrucciones.

No es fácil, asimismo, aceptar que algo que estuvo dentro de una, al que físicamente se le dio tanto, tras nueve meses inicie su camino por su cuenta, con apoyos al principio, claro, pero ya al margen de ti. De hecho, hay madres que no lo logran asumir nunca.

Me hallo, pues, en la fase de asimilar cambios que la maternidad ha desencadenado en las distintas dimensiones que me definen. Ahora siento que soy más incisiva, peleo con más garra, discuto con menos reparos, dejo la vergüenza encerrada bajo llave sin problema alguno, en particular cuando se trata de hacer algo en beneficio de mis hijos. Tener que dar la cara por ellos me ha endurecido la piel. He hecho callo. Pero, por otra parte, ese instinto de supervivencia, muy animal, muy visceral, muy auténtico, que se convierte en tu espada y tu escudo cuando te haces madre, que te ayuda a salir airosa de atolladeros complicadísimos, por la misma razón de deber detectar la amenaza venga de donde venga, te obliga a afilar los sentidos y a mejorar tu facultad de interpretar lo que acontece: a ser más sensible, sensitiva, intuitiva. Parece contradictorio ser más dura, resistente y persistente y, a la vez, más perceptiva y receptiva, pero en realidad son habilidades complementarias. Lo noto en mí, pero identifico similares cualidades en madres de mí muy diferentes, con las que, sin embargo, comparto tan intensa vivencia, hasta el punto de que entiendo lo que dicen sin mediar con ellas palabra alguna. No hace falta que me expliquen con pelos y señales cuán fuerte retumba en sus adentros la onda expansiva que ha provocado este o aquel percance que incumba a su hijo. Esta complicidad que me une veladamente a mujeres que madres son, da igual de dónde provengan, el idioma que hablen o cuáles sean sus inquietudes, es algo difícil de explicar para quien no lo es, pero existe, y me he percatado de que mantener ejercitada esta capacidad para contar cosas sin abrir la boca, sin mandar un tuit, lima un talento imprescindible en nuestros días, como es ponerse en el lugar del otro.

 

Ahora también veo distinta a María, nuestra María, la Virgen María, madre de Dios, madre nuestra.

De la Virgen de las Angustias, nuestra patrona, tengo en casa estampas de tamaños diferentes, en primer plano y plano medio, algún que otro póster y fotos que amigos y familiares me envían cuando van a rezar a su basílica y, por supuesto, cuando Guadix entero se echa a la calle para acompañarla en el rosario de la aurora, en la semana de cultos en la Catedral, en la procesión por los barrios accitanos. No obstante, ahora, cuando las miro, en vez de soliviantar la nostalgia por mi condición de expatriada, encienden esa conexión entre madres a la que antes me he referido, de forma que en la bella escultura en la que Castillo Lastrucci representa a María con Jesús muerto en sus brazos, veo la angustia de la madre de cuya hija han abusado, o la de esa cuyo hijo de apenas 10 años han secuestrado para instruirlo como soldado, o la de esa otra que padece, como si se lo hicieran a ella, el acoso en redes sociales que su hijo, su hija recibe por tener una ideología, una creencia, unos gustos o una orientación sexual determinada, o la de la que afronta un día a día cuesta arriba por las necesidades especiales de su hija, su hijo, o la de aquella a cuyos hijos solo puede legarles una casa en escombros en un país en guerra, una larga travesía y un futuro incierto. Miro y veo en la Virgen de las Angustias la angustia de las madres que sobreviven a sus hijos, o que los tienen, pero perdidos en el laberinto de las adicciones o que saben que viven en algún lugar, pero sin la menor intención de tratar con ellas… la miro y veo en ella su angustia y la angustia de otras madres en tantas otras situaciones, cuyo desgarro puedo llegar a imaginarme con tan solo intercambiar una mirada.

Pero esta angustia, irremediablemente amplificada cuando media una relación carnal entre madre e hijo, no es lo único que es capaz de generar tan estrecho vínculo. Hablaba yo antes de la hermosa fortaleza que trae aparejada la maternidad y Castillo Lastrucci supo captar esto y expresarlo a la perfección en la imagen de nuestra patrona: más que una mujer, es una roca, la roca donde descansa su hijo muerto. Fuerte, firme. Las flaquezas no caben cuando cuerpo y alma, instinto y voluntad cimientan el amor de una madre por su hijo. Y de un hijo hacia su madre, para quien es la fuente de la que bebe, el motor que le impulsa, la mano que le levanta, la voz que le alienta en horas bajas, la vela que le ilumina en noches cerradas, quien le espera sin desesperarse, quien simplemente está, quien siempre está.

 

De lo sentido y vivido relacionado con la Virgen de las Angustias guardo recuerdos que recupero con gusto y cariño: que si el madrugón dominguero para el desfile, deliciosamente desordenado, del traslado orado de la imagen desde su templo hasta la Catedral, que si el órgano marcando con brío las notas de arranque del himno de la patrona o el murmullo hipnotizante de las letanías, que si, ya en la procesión, esas larguísimas filas de fieles, devoción que también se traduce en un cueterío que no conoce fin, en petalás, cánticos rocieros y canciones de tuna, en piropos, aplausos y lágrimas.

Pero no soy la misma y todo lo nuevo que viene y venga pasa y pasará, de manera inevitable, por el filtro de estos sentidos míos transformados por la maternidad. Así, ahora miro a la Virgen de las Angustias y veo a María, madre en la inmensa profundidad de la palabra.

 

Texto publicado en la revista editada por la Archicofradía de Nuestra Señora la Virgen de las Angustias de Guadix (2017)

Ruina

No hay tanto friolero junto como en España ni tanto friolero exagerao juntito como en Andalucía ni tanto friolero exagerao juntico al que le guste más quejarse como en Graná ni tanto friolero exagerao juntico al que le guste más quejarse y hacerlo, además, a sabiendas de que ante ello no moverá ni medio deo, como en la muy noble y leal ciudad de Guadix. Lo de que “hay que ver qué maretilla corre”, “si eso échate la rebeca por lo alto” y similares a poco que se baje de los veinte grados, es una cantinela que cansa una barbaridad, por mucho cariño que mis orejos expatriados quieran poner en la descodificación del mensaje plañidero recibido. En esta historia del frío, trending topic en el día a día del accitano raso, además de una flagrante falta de perspectiva por parte del denunciante, identifico, por un lado, un tanto de ombliguismo. “¡Jesús bendito, chiquilla! ¿Qué tendrá que ver la velocidad con el tocino?”, exclamará usted. Pues mucho, querida paisana, querido paisano. En vez de ser humilde y avenirse a lo que toque y, si hace frío, naturalmente abrigarse como Dios manda y, por qué no, descargar esa indignación en los constructores y exigirles dotar las casas de aislantes en condiciones, el guadijeño se agarra a la queja, porque, ¡claro!, es la meteorología la que debe ser grata con él y adaptarse a su conveniencia y no a la inversa, ¡qué disparate! Hasta nos vemos en posición de poner en un brete constante a medio santoral a santo del mal/buen tiempo. ¿Que mi sobrino se casa? ¿Que mi nieto hace la Comunión? ¿Que sale tal procesión? Pues a rezarle a tal o cual para que no llueva. ¿Que los acuíferos no dan más de sí? ¿Que peligran las cosechas? ¿Que se anuncian restricciones de agua? Pues a rezarle a tal o cual para que llueva.

Esta forma de proceder choca con la que gastan mis vecinos berlineses. Aquí no dejan de salir caigan chuzos de punta, sin punta o de cualquier manera. Se visten con más o menos capas de ropa, se echan un impermeable más o menos forrado, y listo Calixto. No por el hecho de que haga frío, airazo o nieve abortan lo de ir en bici o salir a correr, si eso era lo que estaba planeado. No digo yo que esta fijación por seguir el plan previsto, aun en tales circunstancias, sea lo sensato. Ni tanto ni tan calvo, pero lamentarse sistemáticamente del frío y no poner remedio inmediato y eficaz a ello desde luego que no tiene sentido alguno. O ¿sí lo tiene? Estoy empezando a pensar que quizás sí tenga “un” sentido.

Decía antes que en esta actitud mu de Guadix hay mucho de orgullo y prosigo ahora que, por otro lado, deja asomar algo que arrastra esa parte que menos nos gusta de nuestro pueblo: la pereza. Venga, que sí, que hay días del año en los que hace un frío del carajo y que, al menos en esas ocasiones, la queja tendría licencia. Pero acerquemos la lupa: la queja no escala. Fijémonos bien y comprobaremos cómo, pese a poner el grito en el cielo, seguimos con los tiritones y no buscamos una pelliza más abrigosa. Continuamos pajizos y helaícos vivos hasta que sale el sol, que incluso en invierno calienta, y ya se nos olvida que algo tendríamos que hacer para remediar el asunto. Se está tan agustico al sol, ¿verdad?, que… ¿de qué estábamos hablando? Pues eso.

Con el frío pasa como con otros tantos temas recurrentes de chachareo: el plan comarcal, la apertura de las minas o la puesta en valor del casco histórico de Guadix. Se habla, y mucho, se vierten quejas por arrobas y, después de una temporaílla en el candelero, adiós y mu buenas… hasta dentro de un tiempo, en que volverá a servir de muletilla en los discursos de unos y de objeto de crítica por parte de otros, hasta que unos y otros, cansados de rumiar y rumiar, acaben por dejarlo pa’ otro ratico. Y vuelta a empezar.

Nuestra Alcazaba está al borde de la ruina. No soy experta en la materia, pero es evidente que, para darla por restaurada, no basta con repellar por aquí, pintar ese roal de allá ni con quitar los yerbajos de la explanada interior. Lo bueno -por ver algo bueno en todo esto- del mal estado en el que está es que ha movido a muchos accitanos a salir de ese bucle de lamentaciones e iniciar diferentes acciones de concienciación y, por consiguiente, de presión a las autoridades. Que la Alcazaba quedase reducida a escombros en un futuro no muy lejano sería una clara metáfora de esa pereza que camina por las sombras de la Accitania para garantizar que no acaba pasando nada. Y por eso de que las fuerzas deben equilibrarse y a la tétrica pereza debe contrarrestarle una constructiva resistencia al olvido es por lo que sienta como agua de mayo cualquier iniciativa, como esas que se dejan oír, que reivindique tan perentoria intervención y cualquier noticia, como esas que se dejan leer, que hable de posibles vías de financiación para la rehabilitación.

Una ciudad que dice apostar por el turismo no puede permitirse no ya que uno de sus monumentos más significativos esté como está, sino tampoco que el entorno mismo en el que se halla luzca como luce, tónica decadente extensible a los demás barrios de un casco más que viejo, decrépito. Algo se podrá hacer para frenar el progresivo deterioro de su patrimonio.

Confío en que lo que agita las conciencias de tantos paisanos nuestros sea síntoma de que poco a poco se está cambiando. Lo deseo con todo mi corazón. Quiero creer que esto no tendrá el final de muchos relatos similares y que la imagen que me viene de un triste monolito arrumbado en un corralazo lleno de cascotes con la leyenda “Aquí estuvo la Alcazaba”, no es más que el retazo de un mal sueño, nunca el último estadio de un destino inevitable.

 

Vista de Guadix desde el barrio de las cuevas